En el pueblo arhuaco, uno de los cuatro pueblos indígenas de la Sierra Nevada de Santa Marta, las niñas tienen una conexión profunda con la Madre Tierra. Desde que nacen sus madres hacen rituales de pagamento y usan la placenta para mantener la armonía con la tierra. Los mamos, guías espirituales del pueblo, se comunican con las lagunas y estas les revelan el nombre de los niños y las niñas nacidas.
A los tres años las niñas ya empiezan a tejer. Así garantizan la pervivencia de su cultura. Sin embargo, el camino de las niñas arhuacas se ha visto muchas veces truncado por la violencia. Primero fue la colonización, cuando las misiones capuchinas a finales del siglo XIX entraron a su territorio a evangelizarlas, se las llevaron a orfelinatos y las obligaron a no tejer o no hablar su lengua. Luego cuando el conflicto armado se quiso apropiar de su entorno y causó daños físicos, sexuales, culturales y espirituales en ellas y su comunidad. Y fueron todos: guerrillas, militares y paramilitares quienes, basados en prejuicios racistas sobre las mujeres indígenas, las violentaron. Aun así, ellas resistieron.
Sin embargo, los impactos han sido profundos. Al igual que en los casos conocidos recientemente sobre violencia sexual por parte de siete militares a una niña indígena embera chamí en Risaralda, y otro a una niña de 15 años indígena nukak en Guaviare, las arhuacas no se salvaron de estos hechos.
A través del enamoramiento o el abuso, miembros del Ejército que hacían presencia en sus territorios se aprovecharon de su poder para violentarlas, partiendo de estereotipos racistas sobre las mujeres indígenas. Esto no es nuevo, de hecho, la Fiscalía dijo que tenía, en etapa de juicio, 40 casos de violencia sexual contra menores de edad indígenas, y nueve más en etapa de investigación.
Dunen Kaneybia Muelas, abogada arhuaca y joven investigadora de la Escuela Intercultural de Diplomacia Indígena (EIDI), dice que, además, no han encontrado justicia cuando han llevado los casos por fuera de su justicia propia.